La pérdida de un ser querido

La realidad de la muerte está presente en la vida de cualquier persona. A lo largo de nuestra vida experimentamos diversas pérdidas; algunas son consideradas como “ley de vida”, mientras que otras irrumpen de manera totalmente inesperada y no le encontramos sentido porque rompen nuestro proyecto vital.

Para poder asimilar la pérdida por el fallecimiento de un ser querido y sobreponernos a los cambios que conlleva, atravesamos un proceso de adaptación emocional conocido como “duelo”, que puede describirse comparándolo con la cicatrización de una herida. Todos hemos pasado por la experiencia de sufrir un golpe o corte en la piel, produciendo una herida que gradualmente fue cicatrizando, a veces con la ayuda de algunos cuidados sanitarios, hasta su completa curación. En ocasiones, la cicatrización se pudo complicar o retrasar por infecciones, nuevas agresiones en la misma herida o porque ésta estuvo tan tapada que no permitió secarse. En la mayoría de los casos, la herida terminó por curarse totalmente dejando una marca, la cicatriz, que podrá ser más o menos visible, pero que siempre que la observemos nos recordará a la herida original.

Algo similar sucede durante la “cicatrización emocional” que ocurre como respuesta a la pérdida de una persona querida, y en el que se van atravesando varias fases o etapas que suelen conducir después de un período de tiempo a una completa elaboración del duelo y a la adaptación personal ante la realidad de la pérdida. No es éste un proceso completamente lineal ni secuencial, sino que son frecuentes los avances y retrocesos, así como presentar simultáneamente características de fases próximas.

Negación: la primera reacción que se suele producir ante la noticia del fallecimiento es de incredulidad, desconcierto, confusión o irrealidad. La persona permanece en un estado de conmoción, embotamiento o shock, que le hace sentir que la pérdida no es real, que está en un sueño. Esta respuesta funciona como defensa, protegiendo de una amenaza insoportable que en ese momento no puede ser asimilada. El comportamiento se caracteriza por la inactividad, paralización, bloqueo, aunque a veces la persona puede ocuparse en una actividad frenética.

La duración usual puede variar entre unas horas o días, siendo mayor cuanto más inesperada o inaceptable resulte la pérdida.

Alivio: Tras el fallecimiento, los allegados participan en una serie de ritos y ceremonias de despedida (la gestión de los trámites funerarios, la presencia en el velatorio, entierro o incineración, la asistencia a eventos religiosos o civiles de homenaje, etc.), culturalmente aceptados, en los que suelen recibir numerosas demostraciones de afecto y condolencia de familiares, amigos y conocidos. Son situaciones en las que hay que afrontar diversas experiencias en poco tiempo, soportando una elevada tensión emocional, y bajo unas condiciones físicas de fatiga y falta de sueño. Cuando terminan se produce habitualmente una cierta sensación de alivio y liberación.

También es común sentir alivio cuando el fallecimiento supone el fin de un proceso largo y doloroso de enfermedad, en el que la muerte era inevitable y el enfermo sufrió un deterioro progresivo.

Ira: Al buscar una explicación o sentido a ese fallecimiento, pueden surgir respuestas de enfado, rabia, ira o agresividad dirigida hacia aquellas personas a las que se considera responsables de la pérdida, o de las que se espera que hubieran evitado el desenlace: persona sanitario, cuerpos de seguridad, familiares, amigos, vecinos, etc. También se puede llegar a dirigir el enfado a la persona fallecida o a uno mismo.

La ira suele adoptar la forma de reproches, culpabilizaciones y resentimiento por considerar que no se hizo lo suficiente para evitar el fallecimiento, para mantenerle con vida, por no haberle dedicado más atención o cariño, o por haber dejado solo al doliente.

La duración de esta fase es variable, en torno a algunas semanas.

Negociación: En aquellos casos en los que se recibe la confirmación de que muerte es próxima, el afectado puede intentar llegar a un pacto en el que, a cambio de cumplir alguna promesa, se obtenga un aplazamiento de esa muerte inevitable, junto con el compromiso implícito de que no se volverá a pedir nada más si se concede esa moratoria. Este pacto puede establecerse con Dios o con otra forma de trascendencia, divinidad o ser supremo, según las creencias de cada persona.

Depresión: El doliente va tomando cada vez mayor conciencia de que el difunto no volverá. Puede empezar a experimentar tristeza y desesperanza profunda, acompañada de llanto incontrolado, apatía, desinterés por el futuro y soledad. También pueden tenerse algunas experiencias perceptivas, no patológicas, como la impresión de que se ha visto fugazmente la figura del fallecido o se ha escuchado su voz.

Esta etapa se mantiene entre dos y cuatro meses, aproximadamente.

Aceptación: El proceso de duelo va llegando a su fin cuando se empiezan a adoptar nuevos patrones de comportamiento más adaptativos a la nueva realidad, reaparece el interés por las aficiones personales, las amistades, por establecer nuevas relaciones sociales, y por la vida en general. Se empieza a mirar el futuro y a reconstruir el mundo con un nuevo significado.

Esta fase puede abarcar desde el sexto mes hasta el año y medio de la pérdida, aunque existe una gran variabilidad en función de las circunstancias que rodearon la muerte, la relación con la persona fallecida y las características personales del doliente. Asimismo, el proceso de elaboración está jalonado por fluctuaciones y altibajos relacionados en muchas ocasiones con situaciones, personas, objetos, recuerdos o fechas (aniversarios, cumpleaños, vacaciones,…) asociados al difunto o con eventos de especial emotividad (fiestas navideñas, nacimientos, bodas,…).

 

Aunque es difícil precisar con exactitud cuándo se ha superado completamente el duelo, se considera que un momento clave es cuando el doliente es capaz de hablar y recordar al fallecido, así como la historia compartida, con afecto sereno, con pena pero sin sufrimiento.

José Antonio Tamayo Hernández.    Psicólogo colegiado número: M-18960

2017-10-25T21:24:07+00:00

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